Pedro Ángel Latorre Román // Profesor de la Universidad de Jaén
No cabe duda que la actividad física y deportiva adecuadamente prescrita, dirigida y controlada en relación a las recomendaciones de organismos internacionales relacionados con la salud como la OMS o la NASPE, promociona la salud, siendo, como indican Ortega y colaboradores (2008) un potente biomarcador de salud. Pero si tenemos en cuenta la salud como un constructo de aspectos biológicos, psicológicos y sociales, cabe hacerse la siguiente pregunta ¿la actividad físico-deportiva potencia los valores sociales?
El deporte es a menudo asumido como un instrumento de desarrollo moral y social en niños y adolescentes (Bortoli et al. 2012) siendo un medio apropiado para conseguir valores de desarrollo personal y social, afán de superación, integración, respeto a la persona, tolerancia, acatación de reglas, perseverancia, trabajo en equipo, superación de los límites, autodisciplina, etc. (Ruiz y Cabrera, 2004). Del análisis de varios autores Gutiérrez (2004) señala el poder socializador del deporte como elemento integrador de colectivos inmigrantes, medio para enseñar responsabilidad a jóvenes en riesgo, herramienta para la prevención y tratamiento de las drogodependencias, mecanismo favorecedor de la reinserción en las instituciones penitenciarias, útil en la recuperación social de los barrios marginales, favorecedor de la socialización de personas mayores, y activador de diversas funciones en las personas con discapacidad. Sin embargo, la participación en deportes está asociada también a resultados negativos, debido fundamentalmente a su naturaleza competitiva y a la excesiva presión por ganar (Li et al. 2015) lo que puede llevar a conductas agresivas y antideportivas (Pelegrin et al 2013). Ya hace unas décadas el mismo Cagigal (1990) discutía sobre las consecuencias negativas del deporte espectáculo: es más sensacionalista y por lo tanto vendible descubrir violencias, publicarlas, estimular las rivalidades de grupos locales, regionales, nacionales; valorar exclusivamente los resultados, incitar el triunfo por el triunfo, aunque éste sea conseguido de cualquier forma… Azuzar a un público hacia las simples apetencias primitivas del triunfo es una tarea vulgar y no exige relieve profesional, intentar descubrir a ese mismo público los valores humanos, sociales que existen en una afición favorita, pide hombres exigentemente formados y dotados de un sentido de responsabilidad social. Mandell (1986) indicaba que: no puede afirmarse que el deporte moderno haya llevado bienestar a las masas, ni solidaridad entre pueblos y culturas, que haya eliminado el racismo y el sexismo o que aporte un referente ético y moral a la ciudadanía. Incluso Sánchez Bañuelos (1998) destaca que tradicionalmente se le ha atribuido a la práctica físico-deportiva una serie de virtudes sociales que permitían las relaciones sociales, la formación del carácter, los aprendizajes morales, etc, pero no necesariamente se puede relacionar la práctica deportiva con los resultados académicos, la formación del carácter y el desarrollo moral.
En el caso de las personas adultas, en las que el esquema moral ya está desarrollado, incluso una práctica deportiva mal orientada e integrada puede llevar a situaciones psicosociales indeseables. Ya escribí en este medio un artículo titulado el ‘campeón de hojalata’ en el que describía cómo muchos deportistas adultos han sido abducidos hacia un modelo de práctica deportiva asocial y elitista, el campeón de hojalata es un deportista recreativo que emplea la competición como agente o causa motivadora para su adherencia a la práctica deportiva, la promoción de la salud no es el referente primordial en su tozuda obsesión, su objetivo es ganar al vecino del quinto o al equipo del pueblo de al lado. Su horizonte más lejano es el siguiente entrenamiento o competición, sacrificando responsabilidades socio-familiares o no, poniendo en peligro su salud forzando el cuerpo aun estando lesionado o entrenando en condiciones extremas. En este contexto, de mimetismo hacia el deporte de élite de deportistas recreativos, he observado también situaciones moralmente indeseables: desprecio y humillación a los rivales, recelos, envidias, traiciones de atletas a entrenadores, rivalidades entre clubes, etc.
Pero lo más preocupante es cómo afecta el modelo deportivo infantil actual al desarrollo moral de nuestros niños. El potencial socializador que tiene el deporte puede tener consecuencias negativas o positivas, según el modo en que se establezca la interacción entre la persona que se socializa, los agentes socializadores y los contextos sociales (Ramírez et al. 2004). En este sentido, el deporte constituye un entorno neutro para la socialización, siendo los determinantes del proceso de socialización a través del deporte: 1) los agentes de socialización (padres, entrenadores y organizadores de competiciones deportivas); 2) las diferentes situaciones socializantes del deporte infantil, es decir: cuándo, dónde, con quién, en qué circunstancias y con qué consecuencias empieza el niño a practicar el deporte (Feliu et al. 2003). El comportamiento prosocial implica comportarse con humanidad, mientras lo contrario es el comportamiento antisocial (Bortoli et al. 2012). Un aspecto deseable a nivel pedagógico sería que el deporte escolar favoreciera las conductas prosociales. La orientación a la tarea y el clima de maestría son predictores positivos de la conducta prosocial, mientras que la orientación al ego y el clima rendimiento son predictores positivos del comportamiento antisocial (Kavussanu, 2006).
Desafortunadamente y como indica Fraile (1999), el modelo deportivo actual en muchos lugares de España contradice otros valores destacados en los nuevos planteamientos curriculares como: el trabajo colaborativo, la atención a la diversidad, la no-discriminación, la importancia del proceso más que de los resultados, la educación integral, etc. En este sentido, Fraile (2000) señala que los modelos de deporte escolar responden básicamente a dos paradigmas: ganar como consecuencia, cuyo objetivo final es el máximo rendimiento, ganar por encima de todo, basado en la reglamentación federativa y la competición como máximo refuerzo, es un modelo no coeducativo y que puede reproducir conductas agresivas; es discriminatorio, selectivo, especializado, cada vez más precoz y dirigido por personal de limitada formación pedagógica. Por otro lado, encontramos el paradigma de ganar como circunstancia, en donde ganar es secundario, así, su objetivo es la formación integral del niño a través de la participación, está conectado al currículo de la Educación Física Escolar, por lo que plantea un modelo multideportivo que evite la especialización prematura, en donde la cooperación prevalece sobre la competición y la participación al rendimiento.
En un reciente estudio realizado por mi equipo de investigación en la Universidad de Jaén, hemos analizado una población infantil de niños de 8 a 12 años, agrupados en niños sedentarios, futbolistas, jugadores de baloncesto, practicantes de atletismo y multideporte. Analizando las conductas prosociales y antisociales descubrimos que la práctica deportiva según el modelo actual de especialización temprana y orientación competitiva no provoca mayores niveles de empatía o menores niveles de conducta antisocial en relación a niños que no hacen deporte, existiendo algunas diferencias significativas en estas conductas dependiendo del deporte practicado. El grupo de fútbol presenta menos toma de perspectiva que el resto de grupos y el grupo sedentario muestra mayor preocupación empática que el resto de grupos con diferencias significativas con el grupo de baloncesto. A su vez, el grupo de fútbol muestra mayor agresividad que el resto de grupos con diferencias significativas en relación con el atletismo. Las diferencias entre sexos en conducta prosocial y antisocial se empiezan a evidenciar en los grupos de deportistas, presentando las niñas mayor empatía que los niños. También en otro estudio sobre el abandono deportivo, hemos podido comprobar que la especialización temprana y la orientación al alto rendimiento de manera precoz no garantizan la continuidad en el deporte. En este estudio analizamos 1.144 jóvenes (594 masculinos y 550 femeninas) atletas de las categorías cadete a junior, registrando los 10 primeros del ranking nacional de atletismo del 2004 en todas las especialidades atléticas. Diez años más tarde, en el 2014, cuando estos atletas ya estaban en categoría absoluta y en donde se deben arrojar los mejores rendimientos, el 96,5% de todos los participantes habían desaparecido de los 10 primeros del ranking.
En conclusión, la participación en el deporte infantil competitivo y la especialización temprana no garantiza una mayor conducta prosocial y una menor conducta antisocial, ni siquiera la adquisición del hábito de actividad física. Por tanto, parece ser que para que el deporte escolar conlleve beneficios en el ámbito social, es necesaria una revisión de los modelos de iniciación deportiva orientados hacia el logro, la competición y el éxito deportivo. Entrenadores, padres, clubes deportivos deberían propiciar una iniciación deportiva menos meritocrática y más centrada en el desarrollo deportivo y en la creación del hábito de actividad física saludable.