Pedro Ángel Latorre
Decía Saramago: “La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva». Cuando practiqué atletismo de cierto nivel, comprendí perfectamente este principio, lo que me animó a la perseverancia, a no arrojar la toalla, a levantarme tras la derrota, pero sobre todo, a ser humilde y respetuoso con el rival en la victoria. Comprendí que sin el rival al que vencí yo no era nada y que cuando éste me ganaba, él no era nada sin mi participación. Todo este fenómeno atlético de masas se realimenta y se convierte en un todo indivisible en el que todos somos imprescindibles, desde el primero al último.
El agonismo es para gente joven, con cierta proyección deportiva y en ese contexto tan exigente y competitivo, las conductas prosociales y el fair play pueden estar comprometidas. Yo mismo llegué a tener rencillas, miedo a perder, manifesté excusas antes de la competición para justificarme por si no rendía adecuadamente y aunque en algunos casos estuviera realmente justificado, por mi eterno insomnio, exámenes, trabajo, familia, etc., todo ello me convertía en un gran perdedor a priori. Poco a poco maduré en ese aspecto y comprendí que la derrota me fortalecía más que la victoria, hecho que trasladé a mi vida personal. Aunque jamás me comporté como un pequeño ganador de carreras de barrio o gran ganador en carreras relevantes, el respeto y reconocimiento a mis rivales fue un axioma esencial, nunca levanté desproporcionadamente los brazos, hice “el avión” o alguna escenografía chulesca al llegar a meta.
Ciertamente, ganar y subir a un pódium es un elemento de satisfacción y calidad para el atleta, pero a la vez es algo que puede condicionar extraordinariamente los comportamientos y actitudes de los atletas en su relación con los demás, pudiendo manifestar conductas petulantes y antisociales y condicionar su futuro deportivo, abandono cuando no se sube al pódium. Que esto ocurra en el deporte recreativo, más aún en categorías ya entradas en años es incomprensible. Como me refería en mi artículo en este medio titulado “El campeón de hojalata”, hay deportistas recreativos que dicen literalmente: “correr es mi vida”. Esta hipérbole, esta ensoñación elitista, puede llevarles a conductas desproporcionadas, antisociales, hipotecar su vida para preparar la carrera del fin de semana siguiente, abandonarse al doping, considerar al rival como un enemigo más que un compañero de “batallas” o manifestar las eternas excusas cuando compiten mal: estoy resfriado, he entrenado poco, tengo una lesión o lo peor, mis rivales no están limpios… En estos atletas, el hecho de correr como actividad saludable y sociable sucumbe al agonismo innoble, impropio de la edad. Estos pequeños ganadores de carreras locales no sólo sobreestiman el hecho de la victoria si no que magnifican la derrota, lo que les convierte en grandes perdedores, se entristecen, acusan de su “fracaso” al entrenador, si lo tienen, o a las trampas del rival. No suelen aceptar que hay días malos, que no son profesionales, que hay otros estresores de la vida que te dejan sin energías.
En el contexto recreativo, mis grandes ganadores son esos eternos pequeños perdedores que nunca suben al pódium y que convierten el deporte en un estilo de vida saludable, sociable y de superación…
Pedro Ángel Latorre Román
Profesor Titular de la Universidad de Jaén