Rosa Bárcenas
Sería yo una ‘adolescenta’ cuando pisé por primera vez los Pirineos, y aunque aquellos tiempos no son los de ahora, ni mis trece años los de una muchacha de hoy día, tengo recuerdos encontrados de aquellas vacaciones. Me vienen a la cabeza paisajes increíbles, que si lo eran para mí a esa edad, es porque debían serlo para cualquier retina porque mi mente estaba totalmente ocupada por los ‘Hombres G’ en general y por David Summers en particular.
Fue la primera vez que pisé el Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, a mis padres les gustaba la montaña, especialmente a mi padre y eso que procede de Castilla la Mancha donde montañas, lo que se dice montañas, no hay ni una, curioso este hecho ya que sin haberlas le atraían como a mi abuelo que veía un cerro y allí tenía él que subir y por entonces Jesús Calleja aún no tenía dientes y Dechatlon no era ni una idea, lo que me hace pensar que a veces el que nos guste el monte o no, va en nuestra propia naturaleza, inherente a nuestra personalidad, sin más pies que buscarle al gato.
Aquello, aunque me parecía bonito, me resultaba un auténtico ‘coñazo’, madrugar y pegarme esas palizas caminando, comer un poco de pan con una lata de sardinas entre medias y acabar con los pies en el río para cortarlos directamente. Tengo recuerdos de discutir con mis padres durante toda la quincena por no apetecerme volver al día siguiente a hacer otra ruta, y de mirar a mi hermano con cara de cómplice intercambiando telepáticamente ‘estoy hasta las narices de este rollazo’. Lo que es la vida…hoy por hoy, para él y para mí, la montaña es nuestro credo.
Tengo ahora una pequeña ‘descendienta’ que con ocho años odia los insectos varios, no soporta el olor al excremento de vaca y literalmente le aburre caminar. Al principio pensaba que era un castigo divino por alguno de mis pecados, pero ahora comprendo que no. Supongo que a los padres nos gusta trasmitirle a nuestros hijos lo que nos apasiona, tratamos de que sientan lo que nosotros sentimos y creo firmemente que debemos enseñárselo pero con lógica y moderación y sin el objetivo de lograrlo.
A primera vista es más que evidente que mi hija y la montaña son incompatibles, pero todo en la vida es cuestión de voluntad, tesón, paciencia, tolerancia, empatía…valores entre otros de los que la quiero dotar. Acercar a una ‘personajilla’ de estas características a la montaña, requiere de un proceso de aprendizaje lento y gradual que necesita de esfuerzo, muchas dosis de paciencia, y muchas coca colas fresquitas prohibidas de premio final.
Es un hecho que somos parte de la naturaleza, y es fundamental para mí que mi hija entienda y aprenda esto. Quiero que se sienta pequeña en la cima de una montaña para que coja consciencia de su magnitud, quiero que observe los animales en libertad, que sienta el viento en su cara, que coleccione hojas caídas y minerales, que huela la vegetación cuando se moja o cuando la castiga el sol.
Que el día de mañana esa sea su pasión, no lo pretendo pero me veo en la obligación de al menos mostrárselo.