Mis profesores de Educación Física me enseñaron muy bien que el objetivo primordial de la actividad físico-deportiva era la promoción de la salud, no sólo física, también psicosocial, pudiéndose desarrollar además mediante ella el humanismo deportivo que divulgó Cagigal. Aunque, siempre he practicado habitualmente deportes individuales como la carrera de resistencia y el ciclismo, sin embargo, he creído que eran un escenario excelente para el desarrollo de esos valores humanos tan apreciados como la tolerancia, la solidaridad, el respeto y habilidades sociales como la empatía, todo ello mediante una épica de extraordinarios esfuerzos altruistas compartidos.
El capitalismo ha creado como referente del hombre moderno y exitoso el valor de la competitividad, la cual es una máxima en el mundo empresarial, sometido a la ley de la selva. Además la competitividad, en detrimento de la valiosa cooperación, está castigando al mundo de la ciencia y la investigación. A su vez, la competitividad es la esencia de ser del deporte, sobre todo profesional. Sin embargo, el deporte recreativo actualmente se está embriagando de una competitividad desmesurada. Y no es que la competición sea algo negativo. La competición se puede entender como una consecuencia más de la práctica físico-deportiva y por lo tanto, cuando se asimila adecuadamente desde un punto de vista pedagógico es constructiva y enriquecedora, desarrolla el autoconocimiento y la autosuperación, la disciplina, la concentración, etc., actitudes interesantes en la vida cotidiana. Por contra, cuando la competición es la causa de la práctica físico deportiva (sólo comprensible en el mundo profesional) puede provocar resultados funestos: deportistas profesionales que cuando dejan la competición se abandonan al sobrepeso y al sedentarismo, deportistas de todo tipo que emplean sustancias dopantes, jóvenes sobresaturados del deporte que lo abandonan precozmente, adultos adictos al deporte comprometiendo su vida laboral, social y familiar, padres obsesionados en hacer de sus hijos campeones y lo peor; niños de apenas 12 años precozmente “secuestrados” de su entorno familiar, escolar y de amistades ya que han sido seleccionados como futuribles talentos deportivos por el equipo de turno, como servidumbre del mercado deportivo más desolador.
El campeón de hojalata es un deportista recreativo que emplea la competición como agente o causa motivadora para su adherencia a la práctica deportiva, la promoción de la salud no es el referente primordial en su tozuda obsesión, su objetivo es ganar al vecino del quinto o al equipo del pueblo de al lado. Los campeones de hojalata son deportistas acríticos con su realidad social, laboral y política, su horizonte más lejano es el siguiente entrenamiento o competición, planteándose dos simples interrogantes, cuándo entrenar (mañana, tarde, noche, de madrugada) y sobre todo cómo entrenar: sólo o acompañado, con ayudas ergogénicas o sin ellas, sacrificando responsabilidades socio-familiares o no, poniendo en peligro su salud forzando el cuerpo aun estando lesionado o entrenando en condiciones extremas, etc. El campeón de hojalata es de apariencia de acero pero de estructura de papel, ante la ausencia de estímulos para satisfacer su egolatría y narcisismo, ya sea por una lesión que le impide competir o que su rendimiento haya caído, entra en depresión y ansiedad consecuencia de su proceso adictivo o abandona el deporte. El campeón de hojalata es un nuevo peón del sistema capitalista, acrítico, individualista, insolidario y excelente consumidor.